Por Deborah Buiza
Durante esta temporada de “cuarentenaeterna”, en casa hemos pasado por diferentes “estilos” de alimentación (por llamarlos de alguna forma y evitar la palabra “dieta”): desde menús muy elaborados con lista semanal para la compra en el mercado, cocinando diario y variado, por el “hoy, ¿qué se nos antoja comer?” e improvisando con lo que hay en el refrigerador y la alacena, pasando por los “jueves de tacos”, “viernes de pizza”, “domingos de tamales” y, ya en el culmen del hartazgo (o la fodonguez), acabar en la compra del “menú” de las cocinas económicas vecinas enviado por WhatsApp. Creo que a estas alturas hemos probado de todo.
Por supuesto que después de poco más de un año de ese ajetreo culinario, algo en nosotros nos decía que habíamos perdido no sólo el rumbo de nuestra alimentación sino un poco la forma de ese cuerpo con el que empezamos todo este asunto, así que una vez más decidimos hacer un cambio y regresar a los básicos, algo más simple, sin tanto pan ni tortillas, menos azúcares refinados y, por supuesto, más proteínas y verduras.
Después de tres meses de haber dado este giro he notado algo que me ha sorprendido muchísimo y que me gustaría compartirles: tal parecería que mis papilas gustativas estaban saturadas de alguna forma que ahora que hemos variado los alimentos que consumimos, no sólo me saben diferente sino que es como si los sabores de siempre, estuvieran potenciados.
¿Cómo pasó? ¿Qué brujería es esta?
Estoy segura de que los expertos en nutrición y química de alimentos podrán explicar cuál es el mecanismo que hay detrás de este fenómeno, que a mi me ha parecido fantástico porque me ha permitido reencontrar “nuevos” sabores y poder disfrutar como si fuera la primera vez.
Después de estos redescubrimientos, surgió la siguiente reflexión: hay cosas que si estás adentro no te das cuenta en lo que estas metido, hasta que estás afuera. Tal vez suene enredado, pero lo pondré así: hasta que dejas ciertas cosas te das cuenta el grado o nivel en el que te estaban afectando.
Se me ocurre que en este rubro no sólo están los azúcares, las grasas, la sal, la nicotina, sino también la tecnología y ciertas relaciones, a las cuales estás tan habituado que no te das cuenta de lo “atrofiado” que tienes el gusto por su “uso”… hasta que lo dejas.
Son cosas que hacemos sin pensar, como el azúcar que ponemos al café o al té, a sabiendas de que la sugerencia de uso es sin azúcar, porque permite apreciar el sabor; o la comida que, sin probarla, le agregamos sal, por ejemplo. ¿Qué hay debajo de las cosas a las que hemos envuelto con demasiada “azúcar” o aditamentos?
Tal vez hemos endulzado de “más” ciertas relaciones que en realidad no aportan y que en el fondo son dañinas para nosotros y que deberíamos dar por concluidas, o quizá hemos “aderezado” algunas situaciones que de otro modo resultarían insípidas e incluso “intragables”.
Valdría la pena, de vez en cuando, realizar el ejercicio de preguntarnos activamente a qué saben los alimentos e irlos variando para ver si cambia nuestra percepción, y con nuestras relaciones, optar por aquellas que nos nutran más y no tengamos que “disfrazar” su sabor con algún aditamento.
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